Del baúl de los recuerdos he recuperado esta historia que escribí para una clase de literatura cuando tenía 16 años.
Un pinchazo me atravesó la garganta, lento y suave, pero doloroso. Seguidamente noté cómo una succión me extraía la sangre de todo el cuerpo y el esfuerzo de mi corazón era ya inútil, porque aquel ser que tenía pegado a mi cuello me arrebataba el líquido que significaba la vida. Se me obnubilaron los ojos, me mareé, y cuando ese monstruo me soltó caí al suelo pesadamente. Notaba que mi cuerpo vacío ansiaba latir, y en la vacuidad que había dejado mi sangre se alojó la muerte. Los pensamientos me abandonaron, así como la realidad. Todo calló, todo se oscureció y me sumergí en un vacío de tinieblas que me arrastraba junto al ser divino que todos anhelamos, pero algo me cortó el paso y me expulsó, me empujó hacia el ser maligno, el ser de fuego y maldad, pero también allí me rechazaron. Abatida, mi alma quiso regresar a mi cuerpo que empezaba ya a ser pasto de la putrefacción, pero se encontró con una terrorífica presencia de muerte que la vida refutaba.
De esta manera me encontré viviendo en un cuerpo muerto, rechazada por la vida y con la muerte renegando de mi. Y en ese estado pregunté al ser que se encontraba junto a mí "¿qué soy?". "Eres una vampira", replicó. "Pero ¿estamos muertos o vivos, o somos acaso muertos vivientes?". Y me respondió con otra pregunta "¿cómo decir que estamos? Es mejor decir que no estamos muertos y que tampoco estamos vivos. Lo nuestro es un estado... especial. ¿No tienes hambre?". No pude contestar, pues aún no lo sabía. Me quemaba la garganta y mi cuerpo ansiaba un hálito de vida. Un jugoso olor dulce seguido de otro más amargo me envolvieron, y entonces supe la respuesta: vi a un niño dulce que caminaba de la mano de su acerba madre. Mi mente decía que no, pero mis manos muertas sujetaron al niño y mi boca degustó el suave sabor de la vitalidad del chico. "¡Mátalo completamente, no puede ser uno de los nuestros!", me conminó el ser mientras sorbía y degustaba el espeso crúor. Y entonces comprendí la realidad: ya no era humana, sino que me había convertido en un depredador hambriento, un monstruo sediento de sangre, como la horrible presencia que se erguía junto a mi, expectante. No pude aceptarlo y quise morir, pero se quedó en un mero deseo pues no puede morir algo que no está vivo, y el tiempo pasó.
Yo me integré y cacé como uno más. De vez en cuando me preguntaba si aún quedaba en mí algo de humanidad. Una vez interrogué "¿cuánto hay de humano en nosotros?" y me ordenaron "cállate, no pienses y sobre todo no intentes transformarte en algo que ya no eres. Calla, caza, bebe y aliméntate, esa es tu motivación." A pesar de todo tengo que aceptar que cuando mataba una paz volátil, de unos pocos minutos, me embargaba y era feliz.
Es amargamente burlesco empezar a apreciar las cosas cuando las has perdido irremediablemente. Como consecuencia, yo empecé a envidiar a todo aquel que gozaba de todo lo que yo anhelaba, y con los celos llegó el odio, y con el odio la locura. Envidiaba a los vivos por vivir y a los difuntos por disfrutar del sueño eterno. Y los odiaba. No existe palabra que sirva para describir cómo ambicionaba yo la muerte. Repudiaba el estado en el que estaba, quería morir o vivir, y mi puerta de escape fue sumergirme aún más en lo que era, dejarme llevar por mis nuevos instintos, matar. Sentía como si cada vez que asesinaba a alguien yo fuese desfalleciendo poco a poco.
Mi demencia creció hasta tal punto que llegué a ser un monstruo terrible incluso para los de mi propia especie. Jugaba con mis víctimas, disfrutaba sobremanera viendo sus expresiones de terror petrificarse cuando sus corazones se paraban. Producía en mí la misma reacción que una droga, quería más y más, hasta que llegué a matar seis o siete veces cada noche, un número excesivo. Mataba más por placer que por necesidad. Mis hermanos incluso iniciaron la ardua tarea de hacerme comprender que me estaba equivocando, estaba acabando innecesariamente con nuestra comida, pero pronto desistieron: era inútil, cuando un vampiro se decide a no escuchar no hay nada que le haga cambiar de actitud. Horroricé a mis propios compañeros, me temían ya tanto que huyeron, se apartaron de mí. Me encontré abandonada, loca, inhumana y ansiosa de sangre.
Y en vez de corregirme hice todo lo contrario. Me pasaba las noches enteras mordiendo cuellos, arrancando de cuajo corazones, partiendo gargantas y torturando débiles humanos. El número de sacrificios por noche ascendió de forma alarmante y más de una vez estuvo a punto de sorprenderme el amanecer. (Tengo que aclarar que un vampiro no puede soportar el amanecer, pero una vez el sol está arriba puede aprender a soportar el sol.) Esas noches tenía que esconderme precipitadamente, porque aunque lo que más deseaba era morir, también tenía un cierto instinto de conservación y, sobre todo, mucho miedo a lo desconocido. Cierto que en ese tiempo el querer descansar para siempre pasó a un segundo plano, porque me divertía matando como no lo había hecho nunca. Ahora me doy cuenta de que mi nueva naturaleza había devastado casi totalmente a la persona que yo había sido, pero aún quedaba algo, sí. Cuando lloraba al ver a un niño sollozar abrazado a su madre muerta mientras yo aún saboreaba su sangre, y cuando veía las lágrimas correr por un rostro femenino al que yo había obligado a observar cómo acababa con su joven marido, y cuando la débil anciana me pedía entre lágrimas que la tomara a ella y no a su nieto... todavía seguía siendo una persona.
Por las noches vagaba solitaria. Algunas, cuando necesitaba con urgencia algo de compañía, compartía mi solitud con los humanos. A veces iba a discotecas o conciertos al aire libre. Pero aún así me sentía sola en medio de la multitud. Cuando esto no pasaba, solía irrumpir en los hogares de mis víctimas por sorpresa, a veces haciendo mucho ruido, otras sigilosamente. Y así pasaba el tiempo.
A estas alturas os preguntaréis cómo, si realmente soy vampira, puedo soportar la luz del sol, como ahora. Es sencillo. Ocurrió una noche cuando fui a una de las mencionadas discotecas. El aire siempre estaba saturado de olores corporales, algunos suaves y agradables, otros agresivos e intensos, todos muy atrayentes. De repente, entre la multitud, descubrí a un individuo que me observaba meticulosamente. Parecía estar midiendo mis facultades. Por un momento creí que habían descubierto mi naturaleza sobrehumana, pero de repente le percibí, LE OLÍ, y supe con certeza que era uno de los míos. No sé cómo explicar la forma en que lo averigüé. Su olor era distinto, tan imperceptible que los humanos apenas lo notan y cuando lo hacen lo confunden. No saben que lo que experimentan es el olor a muerte truncada.
Ese individuo se aproximó a mí, se acercó a mi cuello. He de admitir que me asusté, creí que se estaba equivocando, pero entonces escuché su susurro: "Ven conmigo, yo le daré sentido a todo ésto". Le seguí, obediente, y desde ese momento ese vampiro fue mi padre, mi madre y mi maestro. Cierto que duró poco, pero en su brevedad aprendí a ser lo que ahora soy. Aprendí a soportar el sol, a aparentar ser humana, y se lo debo todo a él. Además he aprendido a digerir comida humana, aunque la sangre siga siendo necesaria. El vampiro que me enseñó también me abandonó, era un vampiro errante, pero a él le debo mi integración con los humanos y el leve alivio de mi soledad. De día soy una persona completamente normal, voy a clase, tengo amigos, y de noche salgo a buscar mi verdadero alimento después de un breve sueño reparador. Consigo pasar desapercibida como otro humano más, pero seguí sola en mis paseos nocturnos, y en mi soledad quise un compañero, y me hice uno. Sabía que estaba prohibido por la ley, pero estando sola nadie podía castigarme. Elegí a un chico que sería el vampiro perfecto, le cogí desprevenido mientras dormía en su casa, después de haberle seguido todo el día desde que salimos de clase. Mientras se retorcía y se agitaba con excitación a la vez que se transformaba, sentí un dolor punzante en la zona que se encuentra el corazón. Desde entonces nunca he vuelto a sentir pena por nadie, ni siquiera una pizca de compasión por aquel niño que abraza a su madre, ni aquella joven que llora, ni aquella anciana que protege a su nieto. Nada. Ahora mi compañero y yo cazamos juntos cada noche, somos una pareja de fieras salvajes persiguiendo débiles cervatillos. Y puede que algún día vayamos a visitarte.
Tiphse Utdase.