Erase una vez un poeta que asfixió a su musa de tanto adorarla. La pena y la melancolía impulsaban al exterior aquella ilusión que anidaba en la superficie de sus ojos. Ya no había nadie en el mundo digno de colarse por ellos, nadie que conociera el camino, nadie que, simplemente, los viera. Su sonrisa era la máscara de aquella nostalgia por la musa perdida. Ella era el sol, ella era una tarde lluviosa de invierno, ella era un paseo por una playa solitaria bajo la luz de una luna anaranjada, un soplo delicado de una brisa cálida, un relámpago cegador que envolvía en llamas un árbol, la primera sonrisa de un bebé... ella era para él la vida en su faceta hermosa y también en su faceta más desagradable. Ella, simplemente, ERA.
Después de llorarla durante horas... días... ¡¡¡AÑOS!!! Supo que jamás dejaría de adorarla. Se rindió ante su amor sin reprocharle su huida, abrazó su recuerdo intentando saciar el deseo de su carne, la besó en su mundo imaginario y después la hizo pedazos, descuartizando cada virtud, cada vicio, deshaciéndola en millones de partículas, y luego sopló sobre ellas. Y aquellos pequeños átomos se esparcieron por el mundo, anidando en cada cosa que encontraba a su paso. "Ella era el sol, ella era una tarde lluviosa de invierno, ella era un paseo por una playa solitaria bajo la luz de una luna anaranjada, un soplo delicado de una brisa cálida, un relámpago cegador que envolvía en llamas un árbol, la primera sonrisa de un bebé... ella era para él la vida en su faceta hermosa y también en su faceta más desagradable. Ella, simplemente, ERA." Y él contempló el mundo que ella había invadido y no pudo menos que someterse voluntariamente a la esclavitud, abrumado por su belleza, su inmensidad, su plenitud, no pudo menos que dejar de ser su dueño para ser su sirviente. Contempló con admiración su existencia, aquella que sus brazos no eran capaces de abarcar. Se sintió pequeño, afortunado... y en sus entrañas algo se encogió y llevó a sus ojos la tibieza de una lágrima incipiente. Era demasiado hermoso como para no dejar vencer a la melancolía, pues más que nunca deseó abrir sus brazos y abrazar a su musa, pero esta vez con suavidad, delicadeza, como si fuese un cristal a punto de romperse en sus manos. Nunca habría imaginado, hasta entonces, lo delicada que en realidad era.
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