El hombre loco de nariz infinita y ojos pardos pulsó el botón del objeto prohibido y aquel sonido irrumpió entre los gritos masculinos y viajó serpenteando por el aire hasta llegar a aquel símbolo de división. El miedo se detuvo a escuchar. El camino pestilente y polvoriento dejó de ser deprimente por unos minutos. El tenor inició el cortejo a la soprano, iniciando un remolino melódico en el que las dos voces se abrazaban y acariciaban con dulzura y timidez. En alguna parte un oído triste reconoció el dulce sonido y llenó de calidez el corazón ennegrecido por el dolor.
Entre princesas y caballos verdes el bufón había logrado su triunfo, había luchado contra caballeros estirados y saltado desde altos torreones sin preguntarse jamás si valía la pena. Su vida era un chiste, una interminable ficción cómica que envolvía con incuestionable ternura sus bienes más preciados, y sin dudar haría cualquier sacrificio por aquel pequeño duendecillo que odiaba el agua y el jabón y por aquella sonrisa femenina capaz de hacerle sentir todopoderoso.
El ejército de hormigas azules se aproximaba de forma alarmante, corriendo rítmicamente mientras el suelo retumbaba. Tras dar los buenos días, el loco fue rodeado y reducido. Con el tiempo, llegó el fuego y la sangre, y aquellos ojos pardos siguieron sin permitir que la realidad se infiltrara en su mundo feliz girándose hacia la garita metálica donde el pequeño duende se escondía y atisbaba curiosamente el exterior por la rendija. El telón estaba a punto de caer, pero sus pasos se dirigieron firmes hacia el fondo del escenario donde desapareció para siempre con un par de ruidos sordos acallados por las las voces de la soprano y el tenor, que hacían el amor al otro lado de la verja.
(Sólo es una película, ¿adivináis cuál?)
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