Como un inmenso gato negro la pantera exhibía su impactante silueta. Visto así, a contraluz, bien podían haberla confundido con una pequeña leona. Inmóvil, excepto por la danza lenta e improvisada de su cola, oteaba el horizonte en busca de dios sabe qué. Su respiración era agitada tras una veloz carrera. Sus extremidades eran poderosas, sus músculos, fuertes, sus garras afiladas y certeras, sus mordiscos... mortales. Sus ojos (que escrutaban más que mirar), se clavaban como flechas en todo lugar hacia el que se dirigían con la mirada fría, cruel. Tenía la boca entreabierta mostrando orgullosa sus dientes turbios.
Pero esta historia no trata sobre la pantera negra. De hecho, trata sobre el mosquito enclenque y moribundo que clavó su aguijón en la dura piel de la pantera y contaminó su sangre con la enfermedad. Días después, centenares de moscas, gusanos y demás insectos necrófagos devoraban el cuerpo putrefacto de aquella poderosa pantera. Ahora tenía la boca entreabierta en un rictus un tanto ridículo, los ojos opacos y lejanos, la fuerza desprendida y perdida en alguna parte... un gatito de salón echando una interminable siesta. Qué ironía cuando es el pez más pequeño el que se come al grande.
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