Notas tristes y rítmicas traían melancolía, abrazaban el alma y luego escapaban veloces hacia el infinito sin llevarse nada y sin dejar más que un recuerdo fugaz en el tímpano. La brisa acudía celosa y hurtaba esos compases nostálgicos y envolventes para viajar con ellos al pretérito.
Solitud pausada en esa escena donde no existían ni el antes ni el después, donde cualquier atardecer sería idéntico, donde quedaban relegados al olvido la realidad y toda su deformidad fruto del ser humano. Las horas vivieron y murieron en ese marco de calma. La respiración se acompasaba sin pretenderlo, guiada por la caricia del viento.
El aroma era caliente, una pizca de naturaleza perfumada con tonos ocres. El sol proseguía su viaje imperceptible modificando el reflejo, acariciando paulatinamente con dedos transparentes cada rincón del paisaje como un amante delicado y paciente que se deleita en el cuerpo adorado.
Pupilas perdidas, dirigidas hacia el azul inscrito en una limitada cromática de verdes. El distendido silencio. La inmortalidad de las imágenes petrificadas que trataban de captar más el espíritu que la escena. Tras el regreso a la existencia frívola y absurda, la sensación de haber poseído por y para siempre, con sosegada avaricia, la plenitud de toda una tarde de verano. Sin duda, en algún recóndito plano de la existencia, será una tarde eterna.
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