Era de día, pero estaba muy oscuro, como en mitad de un eclipse total de sol. Paseábamos, no sé cuántas personas, por mitad de un campo que yo suponía alambrado y fortificado. Alrededor, las fieras se escondían. ¿Fieras? Mejor dicho, monstruos. No sé cómo habíamos ido a parar a una especie de jungla donde aún existían los enormes lagartos prehistóricos que conocemos como dinosaurios. Como visitando un zoo, nosotros escudriñábamos cada parte del terreno con el único fin de verlas. Pero yo tenía la sensación de que algo malo iba a ocurrir.
Nos habíamos sentado en la arena, junto a una inesperada playa de aguas negras. Alrededor de una pequeña fogata yo repetía y repetía: "Tenemos que meternos en el agua. Allí no podrán cazarnos." Y todos me respondían: "Nada ni nadie nos está persiguiendo." Temía, sobre todo, por mi hermano. No dejaba de repetirle a mi madre que fuera a buscarlo y nos metiéramos en el agua, pero ella tampoco me creía. Después de mucho insistir, decidí que yo me protegería. Súbitamente mis perros empezaron a ladrar y yo fui a buscarlos para llevarlos al agua conmigo y evitar que las criaturas los devoraran. De repente comenzó a oirse un lejano ruido rítmico como de pasos de una enorme criatura. Poco a poco se iban acercando. Entonces apareció sobre mi una construcción blanca y bastante derruida. A cada golpe el polvo caía sobre mi y sobre el agua. Las paredes eran blancas. Al mirar al techo vi como se empezaba a abrir y el agua empezaba a brotar también por él. Un pequeño espacio cuadrado se desmoronaba poco a poco hasta que definitivamente se partió y cayó. Rápidamente subí por las escaleras para ver qué había provocado el derrumbamiento. No era más que la presión de una tubería, que también había provocado aquellos ruidos rítmicos. Los monstruos ya habían desaparecido. El bosque había desaparecido. La playa había desaparecido.
Al llegar allí me encontré un salón a medio construir, aún gris de cemento. Me acerqué a una lata que había en una esquina, encajada en una grieta, y me asomé a su interior. Encontré unos bultos suaves que se movían. Saqué un perro, una hembra. La madre de todas aquellas bolitas pequeñas. Eran extremadamente suaves. Yo, que temía que la madre me mordiera por acercarme a sus pequeños quedé sorprendida cuando la madre se tumbó junto a mi, sumisa. Conté cinco. No, seis. ¡No, siete pequeñines! El padre agitaba el rabo a diestro y siniestro. ¿Qué hacían allí, abandonados? Tenía que llevarlos a alguna parte donde estuvieran calentitos y protegidos. Me giré para mostrárselos a mi padre. "Papá, ¿has visto lo que hay aquí?" Mi padre me contestó vagamente y siguió alineando bloques de hormigón.
La señora rubia me puso la mano en el hombro, sonriente. "Enhorabuena, los has encontrado. Estos cachorritos son míos. Ahora puedes llevarlos a la finca que está siguiendo la carretera, esa que está tras la pendiente empinada." Visualicé la carretera que llevaba al pueblo. Yo no quería llevarlos. Si eran suyos por qué no se había hecho cargo de ellos y por qué estaban en mi casa. Además, tendría que llevarlos a pie y era un largo camino.
Entonces abrí los ojos y desperté.
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