El ejecutivo cubría su rostro con una máscara de aquellas utilizadas en los teatros griegos representando la comedia, con la amplia sonrisa y los ojos pequeños. La vedette se había escondido tras una gasa suave que disimulaba sus verdaderas intenciones, mostrando una ilusión de equilibrio y mesura, como si flotara sobre un mar en calma. La equilibrista de circo acudió con su ropa de trabajo y paseaba a través de los invitados haciendo equilibrios. El cocinero transoceánico quería colar entre sus fogones a la equilibrista. Había un reducido grupo disfrazado de orejas y ojos...
La fiesta de disfraces tenía la música que cada cual escuchara en sus cabezas y todos bailaban en su propia burbuja independiente. Si alguno de los asistentes notaba que su danza coincidía con la de algún otro invitado rápidamente fundían sus burbujas y bailaban juntos. Otros, siempre bailaron juntos aunque lo hicieron desde burbujas independientes, pues no acababan de lograr que sus ritmos se acompasaran. También los había que bailaban con los ojos cerrados, pues no querían compañía.
El momento cumbre de la fiesta de disfraces llegó a medianoche. Las tuberías de riego automático que se habían colocado por todo el techo de la sala comenzaron a funcionar. Un agua corrosiva y tóxica fue destruyendo todas las burbujas y empapando a sus ocupantes. Los disfraces se comenzaron a desintegrar, deshilándose y cayendo, enredándose con trozos de disfraces ajenos, formando un batiburrillo de colores y formas sin sentido ni explicación. Después de cinco minutos el agua dejó de caer. Los invitados se miraron unos a otros y de repente se dieron cuenta: todos estaban desnudos. Sus trajes fundidos gobernaban el centro del salón y ellos, a su alrededor, dejaron de mirar sus ropas y comenzaron a mirarse entre ellos, y no sólo a mirarse, sino a VERSE tal y como eran. Al fondo de la sala había un espejo en el que también se miraron. Algunos no pudieron soportarlo y se arrojaron al centro de la masa informe de los restos de los disfraces, donde estaba la dimensión aparente de las cosas.
Los que decidieron quedarse pronto comenzaron a intentar cubrirse con sus manos y brazos, avergonzados por su desnudez. Los que habían bailado en la misma burbuja se ayudaban a esconderse. De repente uno tuvo una idea, agarró uno de los manteles y se cubrió con él. Muchos lo imitaron... Y pronto todos recuperaron la fiesta de disfraces con temática de romanos, pues es sabido que el hombre es hábil para modificar y dirigir las cosas a su favor. Para cuando volvió a caer el agua del riego automático, ya habían olvidado que bajo aquellos manteles blancos todos estaban desnudos.
REPRODUCTOR MUSICA
sábado, 30 de julio de 2011
viernes, 29 de julio de 2011
Tengo una lombriz en mi interior. Se mueve, repta por todo mi cuerpo, me hace cosquillas y me agita, me causa malestar a veces. La lombriz se coló por casualidad un día y sé que aunque se marche quedarán vestigios. Un día sus huevos eclosionarán y me veré invadida por centenares de estos diminutos seres, me consumirán, se alimentarán de mi y a medida que crezcan yo me haré más y más pequeña. Ya no hay vuelta atrás. Hoy me dió un ataque de tos y la lombriz salió disparada al exterior. Cuando cayó al suelo se rió de mi. Su mofa fue una sentencia de muerte.
domingo, 17 de julio de 2011
Atardecer estival
En mitad de la nada, justo en el centro del todo que somos, perdidos, en total incongruencia para aquellos que no alcanzan a ver más allá de sus prejuicios y sus juicios, con el sol creando tibieza y la cigarra acompañando con su coro chirriante las notas de unas cuerdas cuyo sonido se perdía entre el follaje y el tiempo que se iba escurriendo gota a gota en total calma.
Notas tristes y rítmicas traían melancolía, abrazaban el alma y luego escapaban veloces hacia el infinito sin llevarse nada y sin dejar más que un recuerdo fugaz en el tímpano. La brisa acudía celosa y hurtaba esos compases nostálgicos y envolventes para viajar con ellos al pretérito.
Solitud pausada en esa escena donde no existían ni el antes ni el después, donde cualquier atardecer sería idéntico, donde quedaban relegados al olvido la realidad y toda su deformidad fruto del ser humano. Las horas vivieron y murieron en ese marco de calma. La respiración se acompasaba sin pretenderlo, guiada por la caricia del viento.
El aroma era caliente, una pizca de naturaleza perfumada con tonos ocres. El sol proseguía su viaje imperceptible modificando el reflejo, acariciando paulatinamente con dedos transparentes cada rincón del paisaje como un amante delicado y paciente que se deleita en el cuerpo adorado.
Pupilas perdidas, dirigidas hacia el azul inscrito en una limitada cromática de verdes. El distendido silencio. La inmortalidad de las imágenes petrificadas que trataban de captar más el espíritu que la escena. Tras el regreso a la existencia frívola y absurda, la sensación de haber poseído por y para siempre, con sosegada avaricia, la plenitud de toda una tarde de verano. Sin duda, en algún recóndito plano de la existencia, será una tarde eterna.
sábado, 16 de julio de 2011
Podemos ser el sol
Hoy el sol salió para mi y me abrazó con su cálido manto invisible. Yo, helada como estaba, congelé sus hilos luminosos y creé un sendero nevado desde mi piel hasta el sol. A mitad de camino el calor del astro rey fundió los hielos, las gotas que se deslizaban reflejaron la luz y apareció el arco iris. Era como un puente multicolor que cruzaba mi gélida estela, a mis ojos como una negativa transparente. El sol se rió: "No hay tristezas que yo no pueda fundir."
Yo incliné la cabeza en un acto de sumisión. Me rendí ante los mandamientos del sol y mis manos agarraron los restos fríos de mi camino. Con fuerza apreté los puños hasta partirlos en pedazos, mantuve las manos cerradas y al poco sentí el líquido frío escurriéndose entre mis dedos, cayendo gota a gota y perdiéndose en el subsuelo. Recordé las palabras del sol: no hay tristezas que yo no pueda fundir, y sonreí ante el descubrimiento de que todos podemos ser el sol.
Yo incliné la cabeza en un acto de sumisión. Me rendí ante los mandamientos del sol y mis manos agarraron los restos fríos de mi camino. Con fuerza apreté los puños hasta partirlos en pedazos, mantuve las manos cerradas y al poco sentí el líquido frío escurriéndose entre mis dedos, cayendo gota a gota y perdiéndose en el subsuelo. Recordé las palabras del sol: no hay tristezas que yo no pueda fundir, y sonreí ante el descubrimiento de que todos podemos ser el sol.
El pez grande y el pequeño
Como un inmenso gato negro la pantera exhibía su impactante silueta. Visto así, a contraluz, bien podían haberla confundido con una pequeña leona. Inmóvil, excepto por la danza lenta e improvisada de su cola, oteaba el horizonte en busca de dios sabe qué. Su respiración era agitada tras una veloz carrera. Sus extremidades eran poderosas, sus músculos, fuertes, sus garras afiladas y certeras, sus mordiscos... mortales. Sus ojos (que escrutaban más que mirar), se clavaban como flechas en todo lugar hacia el que se dirigían con la mirada fría, cruel. Tenía la boca entreabierta mostrando orgullosa sus dientes turbios.
Pero esta historia no trata sobre la pantera negra. De hecho, trata sobre el mosquito enclenque y moribundo que clavó su aguijón en la dura piel de la pantera y contaminó su sangre con la enfermedad. Días después, centenares de moscas, gusanos y demás insectos necrófagos devoraban el cuerpo putrefacto de aquella poderosa pantera. Ahora tenía la boca entreabierta en un rictus un tanto ridículo, los ojos opacos y lejanos, la fuerza desprendida y perdida en alguna parte... un gatito de salón echando una interminable siesta. Qué ironía cuando es el pez más pequeño el que se come al grande.
Pero esta historia no trata sobre la pantera negra. De hecho, trata sobre el mosquito enclenque y moribundo que clavó su aguijón en la dura piel de la pantera y contaminó su sangre con la enfermedad. Días después, centenares de moscas, gusanos y demás insectos necrófagos devoraban el cuerpo putrefacto de aquella poderosa pantera. Ahora tenía la boca entreabierta en un rictus un tanto ridículo, los ojos opacos y lejanos, la fuerza desprendida y perdida en alguna parte... un gatito de salón echando una interminable siesta. Qué ironía cuando es el pez más pequeño el que se come al grande.
El ritmo del silencio
Silencio.
Aunque sigo oyendo gritos en mi cabeza, mi boca calla, está bajo mi control. Imágenes oscuras a veces, de un cegador azul eléctrico otras... las más, con diferentes tonalidades de grises. Pero siempre,
Silencio.
Explosiones mudas. Nacen seres minúsculos que viajan a toda velocidad por mis venas y arterias armados con pequeñas plumas. A veces bombean también los manantiales de mis ojos casi hasta desbordarlos. Y todo ello en el más rotundo y absoluto
Silencio.
Arriba y abajo, una montaña rusa con lentas subidas y súbitos descensos. En su travesía nadie grita. Cientos de labios inferiores son mordidos para que no escapen sonidos prohibidos. Los rebeldes quieren alzar sus voces, dejarlas escapar libres al viento. Pero los guardianes acechan...
Silencio.
Ahí está ese orate que quiere atreverse a romper la norma, lucha con fiereza contra las cadenas que lo atan y no ceja en su empeño de arrancarse la mordaza, llenar de aire sus pulmones enormes, abrir hasta el infinito su boca a estrenar y contaminar su garganta con el crimen prohibido. Y después, pena de muerte o rebelión de los reprimidos. Pero ya nunca más habrá
Silencio.
Aunque sigo oyendo gritos en mi cabeza, mi boca calla, está bajo mi control. Imágenes oscuras a veces, de un cegador azul eléctrico otras... las más, con diferentes tonalidades de grises. Pero siempre,
Silencio.
Explosiones mudas. Nacen seres minúsculos que viajan a toda velocidad por mis venas y arterias armados con pequeñas plumas. A veces bombean también los manantiales de mis ojos casi hasta desbordarlos. Y todo ello en el más rotundo y absoluto
Silencio.
Arriba y abajo, una montaña rusa con lentas subidas y súbitos descensos. En su travesía nadie grita. Cientos de labios inferiores son mordidos para que no escapen sonidos prohibidos. Los rebeldes quieren alzar sus voces, dejarlas escapar libres al viento. Pero los guardianes acechan...
Silencio.
Ahí está ese orate que quiere atreverse a romper la norma, lucha con fiereza contra las cadenas que lo atan y no ceja en su empeño de arrancarse la mordaza, llenar de aire sus pulmones enormes, abrir hasta el infinito su boca a estrenar y contaminar su garganta con el crimen prohibido. Y después, pena de muerte o rebelión de los reprimidos. Pero ya nunca más habrá
Silencio.
Mi mundo imaginario
El sol pinta de luz mi mundo imaginario. En el horizonte, unos negros nubarrones acechan, se acercan lentamente, degustando la anticipación a la batalla. Mi viento imaginario soplará y soplará con todas sus fuerzas intentando mantenerlos alejados. En mi mundo imaginario yo soy el mar, que va y viene sin descanso, en él siempre puedes llegar más y más profundo, embravecido provoca naufragios y arrasa las ciudades (de mi mundo imaginario) con violentos tsunamis, pero en calma es un lago tibio y agradable donde los niños aprenden a nadar y juegan a la pelota.
En mi mundo imaginario yo soy un árbol inerte que observa impotente el paso del tiempo y la sucesión de acontecimientos. Mis ramas secas ya casi rozan el suelo color amarillo (como el camino que anduvieron el hombre de hojalata, el león cobarde y la niña de los zapatitos rojos). Mis ramas nuevas tienen hojas pequeñitas que se esconden para no ser heridas por el abrasivo sol.
En mi mundo imaginario también soy un vencejo, que en su vuelo interminable observa desde una perspectiva superior ganando en objetividad, pero perdiendo en dedos de frente. Y es que cuando se trata de mi no hay objetividad, mis sentimientos me embaucan, traidores, me engañan y me arrastran hacia su cárcel y me hacen su esclava, y sólo me queda esperar hasta que un sentimiento antagonista luche y me libere de nuevo. Como un criminal reincidente, no hago más que entrar y salir de esa cárcel.
Mi mundo imaginario teme al terremoto, a la tormenta y a los huracanes. No hay trincheras ni refugios, sólo millones de kilómetros áridos con algunos oasis y justo en el centro del desierto, una enorme selva llena de fauna y flora donde vive una escurridiza serpiente de enormes dientes tóxicos que de vez en cuando me hipnotiza con su baile sinuoso y súbitamente me ataca, impertérrita quizá por el uso, dejándome siempre a merced del delirio y el shock provocados por el veneno.
Voy a destruir mi mundo imaginario. Hoy seré aquel avión pilotado por Claude Eatherly y dejaré que el hongo caiga en el centro mismo de la selva. Habrá un invierno nuclear en mi mundo imaginario y moriremos todos. Entonces, en ese mismo momento, miraré hacia otro lado y comenzaré a construir mi nuevo mundo imaginario en otra parte. Esta vez quedan exiliados los sentimientos que esclavicen, las serpientes y las tormentas. ¿Quieres venir a vivir a mi mundo imaginario?
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