
El momento cumbre de la fiesta de disfraces llegó a medianoche. Las tuberías de riego automático que se habían colocado por todo el techo de la sala comenzaron a funcionar. Un agua corrosiva y tóxica fue destruyendo todas las burbujas y empapando a sus ocupantes. Los disfraces se comenzaron a desintegrar, deshilándose y cayendo, enredándose con trozos de disfraces ajenos, formando un batiburrillo de colores y formas sin sentido ni explicación. Después de cinco minutos el agua dejó de caer. Los invitados se miraron unos a otros y de repente se dieron cuenta: todos estaban desnudos. Sus trajes fundidos gobernaban el centro del salón y ellos, a su alrededor, dejaron de mirar sus ropas y comenzaron a mirarse entre ellos, y no sólo a mirarse, sino a VERSE tal y como eran. Al fondo de la sala había un espejo en el que también se miraron. Algunos no pudieron soportarlo y se arrojaron al centro de la masa informe de los restos de los disfraces, donde estaba la dimensión aparente de las cosas.
Los que decidieron quedarse pronto comenzaron a intentar cubrirse con sus manos y brazos, avergonzados por su desnudez. Los que habían bailado en la misma burbuja se ayudaban a esconderse. De repente uno tuvo una idea, agarró uno de los manteles y se cubrió con él. Muchos lo imitaron... Y pronto todos recuperaron la fiesta de disfraces con temática de romanos, pues es sabido que el hombre es hábil para modificar y dirigir las cosas a su favor. Para cuando volvió a caer el agua del riego automático, ya habían olvidado que bajo aquellos manteles blancos todos estaban desnudos.