Era ya tarde y me debatía entre el hambre y las ganas de vomitar. No me preguntes por qué, pero me sentía como un puzzle de mil piezas en manos de un niño de tres años, como una parte suelta de un coche antiguo, como el engranaje atrofiado de un mecanismo obsoleto.
A mi izquierda, a mi derecha, multitudes que me miraban con disimulo o de refilón, con una cordialidad fingida que escondía la repulsión que mi realidad diferente les provocaba. En un mundo de cucarachas y escarabajos, la mariposa es repugnante. En un mundo de insectos, el sapo es el enemigo.
¿Por qué disfrazarse con caparazón y colores ocres si en el interior brilla el arco iris? Porque es más fácil permanecer imperceptible entre la oscuridad del grupo que brillar en soledad, hay que ser demasiado valiente para enfrentarse a la maldad socialmente aceptada, a la mediocridad aplaudida, a la superficialidad como valor supremo.
Asfixiados entre morbo, pecados no capitales, prensa rosa, cuerpos 10 y mentes bajo cero, los valores no natos y los ya ancianos mueren en silencio, sin hacer ruido. Vomité, y aquella bilis era de color rojo sangre. Lloré, y mis lágrimas eran de cristal. Estaba de luto, y la difunta era la individualidad.
La gente daba un rodeo disimulado para evitar pasar demasiado cerca de mi y del asqueroso mejunje regurgitado de mi estómago que ensuciaba el pavimento "impoluto" de asfalto, chicles masticados y envases desechados.
Era la ironía de la realidad, el drama cómico de la sociedad contemporánea y evolucionada, donde lo malo ya no es tan malo si todos lo repiten y lo bueno es de idiotas porque donde no hay beneficio no hay razón para el esfuerzo. Era la película en la que yo me sentía como la meretriz de alma puritana que vivía en el confesionario donde curas y monjas de cubierta inmaculada pecaban amparados por el secreto de confesión.
-Yesenia Pineda-