Su sonrisa esperó, paciente, a que llegara la noche y se abriese la
puerta. Después, un portazo tímido sería el telonero de un repiqueteo
sordo de pasos. "Buenas noches", díría, y le responderían de la misma manera. "¿Qué has hecho hoy?" Y el secreto le anudó la garganta, como una soga trenzada por las manos rudas de un campesino anciano. "Nada, aquí", contestaría, mirando al suelo. "¿Y tú?", preguntaría presurosa para intentar ocultar su nerviosismo. "Pues yo te estuve llamando todo el día y no contestó nadie. Aquí no estabas". Con ojos impregnados de amenaza la haría buscar una explicación, y ella balbuceando diría cualquier cosa inventada, encontraría una historia imperfecta para crear una excusa inútil. Él se acercaría lentamente, transformándose a cada paso en un gigante imbatible, y mientras él crecía ella se hacía pequeña, cada vez más y más, queriendo encoger hasta alcanzar el tamaño de un átomo diminuto y escapar corriendo hasta un lugar donde nunca pudiera encontrarla. Sentiría la primera punzada de dolor con los ojos cerrados, y después todo sería como las imágenes de una antigua película en blanco y negro, de las de cine mudo, donde la historia sucedía a trompicones.
El miedo la despertó y recordó entonces que ya no volvería a pasar. Aquel día él había llegado y, tras las respuestas que él había considerado inaceptables, había actuado tal como ella esperaba, pero ella le sorprendió... Lo tenía allí abajo, encerrado entre los muros del sótano del pasado. Sonrió y susurró: "Buenas noches".